«Sos burrero»

San Isidro es un hipódromo decadente. Más si, encadenados mis habituales retrasos del día, llego allí anocheciendo y transcurrida la carrera más importante de la reunión. El suelo ya está sucio de boletos, el público goteando hacia la salida en cada carrera, la maquinaria de relojería suiza que caracteriza a todo hipódromo de primer nivel luciendo plenamente engrasada, encadenando ensilladero, paddock, cajones de salida, recinto de ganadores…

San Isidro es viejo y enorme. La inmensidad del anillo de carreras, los bosques al fondo, el silencio entre carreras del poco público que queda me transmiten una quietud muy extraña para un escenario que venera la velocidad.

Su decadencia es hermosa, muy hermosa. Me siento en los estropeados asientos de la tribuna, paseo por las salas donde se apuesta, me acerco a la pista, siempre perfecta. “Apostar es fácil”, reza un cartel que obviamente no explica que lo difícil es acertar. En las carreras practico el único handicapping que puedo porque desconozco a los caballos. Elijo a aquel que más me transmite en el paddock, juego unos pesitos, pocos, que me dan una pequeña alegría a la primera con el outsider “Vengador Plus”, que se coloca. Como no tengo asidero para análisis de ningún tipo, me quedo pensando en cómo “Giant Pleasure” gana fácil y se hunde el gran favorito, “Cuento de Hadas”. Malos tiempos para el romanticismo, me digo, y trato de recordar el nombre del caballo de “Poderosa Afrodita”. La noche transcurre agradable, algún ganador derrocha clase por la pista, y disfruto una recta maravillosa entre dos buenos potros, “Exchange Way” y “Señor de la Pila”.

Ninguno de estos pequeños placeres de simple aficionado merecerían que me pusiera a escribir hoy, porque lo especial ocurrió al final. A la salida de San Isidro es noche cerrada, así que camino buscando una parada de taxis y acabo en una estación de tren. El primer taxista de la fila se niega a bajarme a Buenos Aires y así los tres o cuatro de detrás. Es tarde, estamos lejos y ya están pensando en irse a casa. El quinto, que acaba de llegar y me acepta, pregunta extrañado por qué no me baja ninguno.

Coger (perdón, tomar) un taxi en Buenos Aires es siempre una invitación a descubrir de verdad a los argentinos. Dicharacheros y divertidos, con antepasados españoles que cuentan a la primera ocasión, son en muchas ocasiones taxistas ocasionales con vidas variopintas y descalabros económicos en un país que acostumbra a obligar a su gente a reinventarse.

El protagonista de mi historia me pregunta qué hago allí y le digo que soy un aficionado a las carreras que ha venido a conocer San Isidro. Y se desata. Me cuenta que nació a cuatro cuadras del hipódromo, que lleva desde el año 66 yendo regularmente, que recuerda cuando se coló siendo un chaval porque no podía pagar la entrada. Me habla de “Invasor” y de “Candy Ride” (“era una máquina de correr”), héroes locales emigrados para gloria local a USA a coronarse los mejores del momento. Me cuenta la época grande del Carlos Pellegrini y cómo todo Buenos Aires subía a San Isidro a ver la carrera de las carreras. De la situación actual habla con nostalgia, los caballos son vendidos a poco que destacan sin llegar a saborearlos, las agencias de apuestas dejan a muchos aficionados sin llenar las gradas, la situación económica es difícil…

Compartimos experiencias como modestos propietarios. No tuvo mucha suerte: “Necesidad” era muy mala, un “bagre le decimos acá”, su otro caballo no pasó de mediocre. Fue propietario en las épocas en que se lo podía permitir, de cargo alto de una discográfica o dueño de unas “disquerías” que la música digital acabó fundiendo. No sé si hablarle del libro digital, pero al final me animo y sentencia: “ahora vos vas a fundir a las librerías”.

Me pregunta por mi caballo y le hablo de Liniberto. Se le encienden los ojos al decir que nos hizo ganar diez carreras, “un boleto de lotería tuviste”. La alegría es suya ya, y tengo que compartirla. Me pregunta por su distancia ideal, el recorrido que le gusta (“era goloso, puntero goloso, así le decimos acá a los que corren delante”), si corría en arena o pasto. Le cuento cómo son las carreras de Sanlúcar, “qué lindo correr en la playa”.

“¿Cómo dices que se llamaba, Filiberto?”, me pregunta sonriendo. En estas estábamos cuando se pasa la salida hacia Santa Fe y me hace dar un rodeo por Recoleta. Se excusa, me dice que luego me ajusta, y casi lo agradezco porque falta poco para llegar y estamos ahí en plena faena nostálgica.

Llegamos al fin, media hora larga después. Al bajar el taxímetro marca 240 pesos… 220 me dice, por el despiste… bueno, 200, que “sos burrero”. Y nos despedimos (“muy agradable”, “un placer”) con la bonita y absurda sensación de que estamos los dos en la vida en el mismo bando.

Disfruten a Candy Ride: https://www.youtube.com/watch?v=7lJDkGz7p3Y

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