Miro por la ventana del avión, negro. Al rato vuelvo a mirar, y la mancha de luces blancas se extiende ancha punteando el ancho negro de antes. O no era el mismo negro…
Estamos llegando, comienza la aventura. O acaba, porque llevo muchos meses preparando esto que concluye así con este viaje eterno sobre el mar. La diferencia es que entonces no me inquietaba saber cómo continuaría la historia a partir de este punto. Ahora sí me inquieta, y todo lo pasado hasta llegar aquí me parece irrelevante.
La ciudad empieza a definirse ahí abajo. Me encuentro a la altura exacta a la que empiezas a intuir coches minúsculos pululando por minúsculas carreteras, aún de arrabales solitarios y probablemente sórdidos. Desde aquí arriba parecen sórdidos. Lo mismo no lo son, pero la posible belleza del lugar parece diluida. Como previsibles parecen los itinerarios de esos coches. Ese de ahí transportará dos o tres personas, quizás una pareja de vuelta de cenar, camino de casa. Y ese otro, ¿será otra pareja haciendo lo mismo? La libertad que ellos experimentan se diluye también aquí. Son una de las mil quinientas catorce parejas que en esa zona vuelven a casa de una aburrida o divertida cena, solos o con amigos. La ruta es la que debe ser, los encuentros entre los coches en los cruces de caminos o en las incorporaciones a las autovías son sólo cuestión de tiempo de salida, puro determinismo. Como los encuentros diarios entre las personas. ¿Irán en ese coche juntos porque hace unos años el azar les puso en un cruce de caminos? Ellos se creían autónomos y libres, seres únicos, pero la unicidad no existe: es siempre cuestión de ampliar el espectro de gente analizada para aplicar el método inductivo y concluir que esa persona única tiene similitudes con otros de su clase. Sus reacciones serán predecibles, como las mías.
Estoy aquí soñando con arrancar de nuevo, deseando aterrizar ahí abajo. Aterrizar me parece ahora sumergirme en ese escenario de actores desconocidos. Me convertiré en otro lemming más de movimientos mecánicos que interactuará con todos ellos. De esos choques resultarán las oportunidades laborales que me permitirán un nivel u otro de vida, las personas que me harán reír o gozar, las ilusiones que mantendrán el cerebro ocupado u adormecido. La ciudad es en sí el guionista de esta función a la que me sumo ahora.
Estoy aquí porque otra ciudad-guionista me canceló el espectáculo, me dejó sin escenas en las que sentirme importante. Yo decidí salir de allí, o eso creía, pero ahora prefiero pensar que es esa ciudad la que me ha consumido y escupido hacia otro lugar. No consiguió nunca que yo aceptara el papel de secundario zombie, desecho, daño colateral. Soy un loser, pero no me podrá negar nadie que soy un loser inconformista. Otros muchos penan, reducidos sus grados de libertad a lo mínimo, se acomodan y adormecen en su miseria o en su opulencia. Para mi aquello ya era un no lugar. Por eso tenía que salir de allí.
¿Estaría atravesando el océano si mi vida anterior, actual hasta ayer mismo, no me hubiera masticado hasta dejarme como esos chicles con sabor a nada? ¿Si ese proyecto que sentía mío lo fuera aún, si el desafío intelectual de adecuar un software comercial a un entorno de cliente no se hubiera convertido en un engranaje que golpeaba a otro engranaje que me empujaba a hacer algo sin creatividad alguna? ¿Si hubiera podido digerir ese sucio y eficiente mecanismo empresarial que me obligaba a hacer una llamada comercial de la que debía tomar datos para cargar en el CRM, que procesaría una controller pizpireta que se reuniría conmigo después para decirme que mi tasa de visitas al mes y leads que progresan al estado de lead cualificado no ha llegado al nivel fijado en el business plan anual? Recuerdo su expresión de necia útil, recuerdo mirarla y pensar “cómeme la polla”, pero no decirlo, porque en el fondo sólo estaba disfrutando de su momento engranaje, tan feliz porque no ha descubierto aún, quizás no lo haga nunca, que su trabajo es basura. Mediocre en su escrupuloso cumplir los procedimientos…
¿Estaría aquí si pudiera ver a mis hijos sin sentirme culpable por no poder verlos? Esa contradicción entre la injusticia que me abrasaba al principio de la separación, y la sensación de estar usurpando algo que no es mío. La alegría por el fin de semana de rigor, cada dos semanas, acabó pareciéndose a esa dosis necesaria que empiezas a no disfrutar a poco de consumir, con el sufrimiento del síndrome de abstinencia iniciándose ya el mismo viernes por la tarde pensando en el Domingo de la áspera devolución de los niños adictivos a su casa, esa casa, mi casa que ya no lo es. Los síntomas los siento ya según empujo el columpio del parque, uno, dos, tres… El tiempo debe ser demasiado poco si cuento hasta los vaivenes de mi chica en el columpio. “Papi, no me miras, ¿qué te pasa?”. Voy a verles mucho menos, pero tampoco podía seguir viéndolos así.
El último asidero fue ella. Como todas las veces que me he enamorado, la misma sensación de eternidad y novedad. Pero esta vez, como siempre, era diferente. Pasó el tiempo y no pudo ser, la vida es muy complicada. Tuvimos que esforzarnos para convencernos de algunas mentiras, pero nunca es difícil engañar a alguien con algo que quiere pensar que es verdad. Tampoco con uno mismo. Nunca faltaron los “te quiero mucho” mientras follábamos, pero eran “te quiero” impotentes. Sinceros y hermosos, pero impotentes. Lejos de esos “te quiero” de los veinte años que arrasaban ciudades enteras, cambiaban vidas y suturaban heridas. Aunque duraran quince minutos. Los “te quiero” maduros de ahora cayeron gordos y acomodados, reposaron felices. No pudieron tampoco retenerme cuando cogí este avión.
Voy a aterrizar en breve y el espacio de la libertad se abre fragante e indeciso. Libre para que el determinismo del azar me asocie con otros pseudolibres, para que interactúe con ellos siguiendo patrones propios de mi tipología de persona y surjan de nuevo posibilidades variadas. Similares. Ocurra lo que ocurra continuaré elaborando el relato de progreso que todos necesitamos para vivir. En breve habré digerido lo que aún no sé digerir para que represente un peldaño más en el camino a un lugar que ahora no imagino. Estoy aquí porque estuve allí, erosionaré las aristas de los vestigios del pasado, interpretaré lo que ocurra con los ojos de lo que hemos aprendido en otras ocasiones y reviviré lo que duele, muchas veces y muy deprisa, para que deje así de sangrar. Como los fantasmas de las películas, podrán mis duelos entonces reposar en paz y estaré tranquilo. Con eso basta. No conviene aspirar a lo que no se puede conseguir, que es el principio básico de la felicidad.
Estamos casi a ras de suelo, oigo el tren de aterrizaje, en breve llegará la sacudida de tomar tierra. Cojo aire y me lleno de optimismo para zambullirme en mi nueva vida. Aterrizamos.