Don Profilaxio era un hombre correcto. Le gustaba examinar su comportamiento y considerarse a sí mismo una persona como dios manda. Para ser más precisos, le obsesionaba que amigos o conocidos le observaran desde fuera y no parecer ejemplar. A decir verdad, le angustiaba simplemente que le estuvieran observando desde fuera. No quería llamar la atención. Hacía lo que debía hacer, comía lo que había que comer, lo que siempre había comido. No demasiado salado, porque era malo para el corazón. Detestaba el picante porque dolía. Con el calor sudaba, y estaba incómodo, el frío era una fuente inagotable de enfermedades; le encogía el alma, contraía la mirada y parecía enroscarse más en sí mismo, los sentidos vueltos hacia las vísceras. Nunca perdía el control, nunca bebió, nunca gritó porque le oían, no le gustaba arriesgar. Nunca dijo lo que alguien no quisiera oír, aunque fuera diferente de lo que había dicho alguna vez. El placer de lo diferente quedó siempre pendiente, porque nunca tuvo la mente abierta para disfrutarlo. A veces pienso que las leyes de la química y la física se ensañaban con él, que las agujas del frío de la mañana se le clavaban más, que el picante se ensañaba con sus papilas, que el mundo se cobraba su venganza por ignorarle, por ese continuo aplazar lo inaplazable.
Un día Profilaxio murió. No notó nada muy diferente.