Sobre Palestina

Fui con mi hija hace algo más de un año a una exposición de Marc Chagall en la Fundación Mapfre. Recuerdo leer cada cartel, bucear entre los cuadros para trazar la historia que había detrás del artista. A mi lado, hordas de personas se arremolinaban alrededor de una de las obras de mayor formato de la exposición, y yo no podía dejar de pensar en el espanto que pudo sentir el pintor al cernirse sobre su pueblo la crueldad destilada de toda Europa. Era imposible no emocionarse con esa caída en la barbarie que dejaba un eco en la exposición, cada vez más sombría, el color o la dureza de las figuras acompañando la desgracia de los judíos, su propio exilio. Es esta la historia que nos avergüenza como especie desde entonces, la de la sangre, la apariencia o la religión como excusa del desprecio, primer peldaño del genocidio que vino después.

Curiosamente, había acabado de leer unas semanas antes a José Luis Villacañas, y me había impactado el papel central que en su opinión tenía la masacre de los judíos en la construcción de nuestro país (Érase una vez España. El mal radical de la españolez). Haciendo un resumen rápido, las élites judías, asentadas en el territorio desde tiempos inmemoriales, ocupaban puestos importantes de la administración municipal de las principales ciudades y eran pieza clave del sostenimiento de la monarquía por su rol en las finanzas. Enfrente se situaban los que siempre hacen las cosas por pelotas, que diría Víctor Manuel, los fundamentalistas de la estirpe guerrera, el fundamentalismo de la sangre y la religión única, esos que persisten hoy con su idea de España en la que caben solo ellos. Por hacer el cuento corto, en un momento dado el alineamiento de intereses se produce, y el espantajo de la pureza de sangre sirvió de excusa para los sucesivos pogromos, para el asesinato y la expropiación que tanto tuvo que ver en el asentamiento del poder real. Esta historia es bien conocida, pero la tesis de Villacañas es que sobre esos cimientos se llevó a cabo una débil construcción nacional, una construcción que no fue menos violenta en otros sitios, pero que en España nunca tuvo su momento de volver la vista atrás, nunca se molestó en armar un relato en el que se produjera la reconciliación con el pasado, nunca se gestó una verdadera identidad nacional que nos abarcara a todos; y es ahí donde tiene su origen la nación fallida que seguimos siendo.

Escribo todo esto pensando en lo que está pasando en Palestina, porque no deja de ser una ironía que ese pueblo masacrado por todos, y en todo tiempo, esté hoy aniquilando y deshumanizando a otro siguiendo patrones similares a los que sufrieron. Junto al genocidio televisado, y de la mano del alineamiento de Israel con los intereses occidentales, estamos asistiendo también a la miserable justificación de la ignominia. Como nos dijo Pankaj Mishra hace unas semanas en Madrid en el Festival de las Ideas, lo que se va con la muerte de decenas de miles de palestinos es la ilusión de que algo habíamos aprendido, de que esta vez sí la pequeña y reciente institucionalidad internacional que debía hacer del mundo un espacio que funcionara de otra manera perdía toda autoridad moral. Se diluye la esperanza de que la convivencia se sustente en valores compartidos, priman los intereses desnudos sin máscara. Y todo el mundo toma nota.

Foto: con Pankaj Mishra firmándome libros en el Festival de las Ideas de Madrid

Pankaj Mishra es uno de esos descubrimientos recientes que no paro de recomendar. Un tipo que hace alarde de su lucidez en unos libros maravillosos que son, además, un prodigio de orfebrería. La tesis de sus ensayos se construye siempre sobre un aluvión de citas y lecturas por las que desfilan los protagonistas de la historia, pero también los que en ese tiempo pudieron iluminar con su pensamiento lo que estaba pasando. Así está construido su De las ruinas de los imperios, sin el que humildemente creo que no se puede entender de verdad el mundo en el que vivimos, y, más reciente y conectado con el tema que nos ocupa, El mundo después de Gaza.

Leyendo a Mishra se descubre la construcción del estado de Israel, la llegada del sionismo a dirigir sus destinos, los relatos que se van creando con el tiempo y que, solo mucho después de la Shoah, fructificaron en una identidad nacional que, en Israel, pero también en Alemania y Estados Unidos, se conecta con la defensa sin fisuras, y más allá de cualquier reparo moral, de cualquier espanto que se haga con los palestinos.

En ese contexto se suceden las paradojas en las que siempre se mueve el devenir de la historia. A modo de ejemplo, nos cuenta Pankaj Mishra que la derecha del apartheid sudafricano, abierta y públicamente pronazi décadas atrás, celebró impúdicamente el apoyo de su gobierno al sionismo israelí en alguno de sus enfrentamientos con el mundo árabe. No puedes evitar levantar la mirada del libro y parar de leer. Del mismo modo, ¿cómo puede ser que esa derecha europea (también nuestra estirpe guerrera fundamentalista a la que aludía Villacañas) que ejerció de filiación germánica en el s. XX para apoyar la masacre contra los judíos, sea ahora la misma que apoya o justifica el genocidio de los palestinos? ¿Dónde está en estos casos la pura empatía que nos caracteriza como humanidad y que, en caso de ofensa de unos seres humanos contra otros, debería empujarnos a apoyar siempre al débil, al masacrado?

Pankaj Mishra utiliza una metáfora brillante para describir el tiempo en que vivimos. Occidente está ahora mismo trazando una nueva línea de color. Y en todo mapa, físico o mental, tras cada línea que trazamos el territorio queda siempre dividido en dos zonas. A principios del s. XX, las élites económicas, como las débiles monarquías españolas en la baja edad media, trazaron en el s. XX una línea que dejaba a la raza judía en el otro lado. Las furibundas élites europeas, hinchadas de rapiña colonialista, necesitaron de esa línea para justificar el auge del mismo nacionalismo que nos llevó al desastre de las guerras mundiales.

Hoy día es Israel el frente más claro de esa nueva línea de color, porque el Occidente que se sabe débil está marcando ahí la frontera que necesita. Estamos ante el resurgimiento de la lógica colonial, porque el hombre blanco que lleva siglos en la impunidad de la extracción de recursos del llamado tercer mundo busca defender sus privilegios. Pero, como nos dice Mishra, al otro lado de la línea han aprendido mucho. Los pobres palestinos están condenados porque nada hay en su territorio que sea de valor para que merezca la pena adelantar el conflicto, pero en Oriente no cuela ya más la presumible bondad de la democracia liberal, los derechos humanos, el respeto a la legalidad internacional…

Todos han aprendido que estos son cuentos que Occidente impone cuando en la partida ha ganado una posición de poder. Y ahora no estamos ahí, se pierde la sensación de dominio, y por eso nos hemos quitado la careta. EE.UU. está en la lógica de mantener su posición como primera potencia, y, más allá de las excentricidades de Trump, lo que late es la intención de volver a redefinir las relaciones internacionales y el comercio mundial en su favor. Se busca retorcer el statu quo, si hace falta abiertamente mediante la extorsión (qué otra cosa son los aranceles), para mantener un dólar bajo y el enorme privilegio de que su moneda sea el principal refugio de valor y forma de pago internacional (lean a Varoufakis, aunque me gustaría volver a este tema en otro artículo). En esta trama, la supuesta Europa de los valores está ejerciendo de mamporrero, embarcada en una deriva que no nos lleva a ninguna parte más que al enfrentamiento.

Si miramos dentro de las fronteras de cada país, nada tiene mejor pinta. La buena gente anda hoy preocupada en todas partes por el auge de la extrema derecha, y esto obviamente es un fenómeno conectado con todo lo anterior. Lo que surge dentro de nuestras sociedades es también la línea que alguien se ha molestado en trazar, la línea que nos dice que alguien pobre y de otra raza, cuando con suerte aterriza aquí de alguna forma, es un problema para nosotros, un ser humano de segunda que solo tiene derecho a residir si nos es útil. Nos están forzando a ver el mundo como el escenario de una amenaza, el supremacismo blanco, la teoría del gran reemplazo que se nos va inoculando poco a poco. Y por eso nos deberían escandalizar los que argumentan contra el racismo pero lo hacen considerando a los migrantes como instrumentos aceptables solo si lo son para nuestra economía.

La ultraderecha gana hoy adeptos porque nos hace creer que el mundo es inevitablemente una batalla de unos contra otros, y se ofrece incluso a los desfavorecidos como la receta para estar en el lado de los beneficiados: «esto va de machacar a otros, y tú puedes estar de parte de los que van a ganar». Contrarrestar este relato infantil (y condenado a decepcionar) exige impugnar la arquitectura del mundo en el que vivimos. Creer en el ideal del liberalismo naive no es la solución, pero eso se escapa de lo que quería contar hoy (si es que soy alguien para decir algo sobre esto).

Me gustaría acabar con un mensaje claro, básico, casi una receta que nada resuelve pero que nos puede servir en el día a día: el monstruo del fascismo lo creamos todo cuando vemos esas líneas, las incorporamos a nuestro discurso y nos posicionamos. Lo desactivamos cuando no compramos sus milongas. El mundo es complejo, y las simplificaciones en las que se basa la ultraderecha oscurecen la necesidad de la política con mayúsculas, la de verdad, la que empieza en lo local buscando formas de conectar, de resolver problemas, de construir sociedades, de armonizar intereses, de buscar formas de vida mejor respetando a todos, los que son como tú y los que no, porque nadie es como tú, pedazo de imbécil, porque todos somos únicos y a la vez iguales, nos necesitamos. No hay nunca una frontera excluyente que construya nada, son las redes complejas y cambiantes que crean los que son diferentes las que aportan valor. Por eso me cago en el exaltamiento patriótico, del tipo que sea, y en las puñeteras banderitas de España con las que me cruzo cada día y que pretenden marcar distancias con los que no las llevamos; porque cuando uno se alinea hace grande a ese monstruo que, lamentablemente, parece que viene a vernos de nuevo.

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