Mamá y Claudia y Papá

Pintaba dibujos en el salón de casa con su padre y al lado, en la mente de la madre, se cocinaban las palabras. Yo pintaba y pintaba, acelerando el trazo porque la cabeza no podía centrarse ya en nada que no fuera lo que íbamos a hacer, y en que saliera bien. “¿Otro dibujo, papi?”, dije que no, que íbamos a hacer otra cosa, y se resistió, “¡yo quiero pintar más, papá!”.

La cogí de la mano, “vamos a hablar contigo”. Caminamos hacia la habitación, la madre delante y nosotros de la mano. Su cara en un gesto serio, la boca medio abierta y la mirada expresiva, aturdida, tratando de descifrar en la mía por qué hacíamos algo tan extraño, palpando nuestra preocupación, que es algo que aún no hemos dejado que conozca. La mirada de un padre es siempre certeza para una niña de cinco años.

Nos sentamos en el suelo, ella en el regazo de su madre, yo con la niña de frente. Perfecto para verle la cara, y para que ella no viera la de quien no iba a aguantar sin emocionarse.

“Hace muchos años papa y mamá se conocieron…”. Arranca así, sin preámbulo, un cuento lúgubre, escenificado como un funeral, para una niña feliz que no sabe qué hacer para digerirlo. La madre no se permite la improvisación, por eso es la madre que es, pero por mucho que lo haya preparado suena muy artificial. Es un cuento y suena a justificación “non petita”, a dolor y a miedo, y Claudia lo capta perfectamente.

Hace días, y de esto me entero después, se han sucedido otros preparativos a mis espaldas. Una relación tan especial con la madre tiene como exigencia buscar espacios al margen, y hace días le leyó un cuento sobre unas tortugas, recomendación de Bárbara, la psicóloga. El argumento es muy sencillo, su moraleja también: tortuga de mar conoce a tortuga de tierra, se enamoran y deciden compartir su vida en la orilla, terreno neutral; pero la realidad se impone y la vida allí no les convence, así que deciden volver cada una a donde son realmente felices. Claudia es inteligente y muy exigente consigo misma. Cuando algo no le gusta no quiere hablar de eso. Si ha hecho algo mal, llora si la miras porque no lo acepta, aunque no se lo recrimines. Si algo no le gusta, no existe, y su reacción a la lectura de hace unos días fue esa. Casi no quiso escuchar el cuento, no le gustó, no lo quiso comentar después…

“¿Te acuerdas del cuento de las tortugas?”, le dice su madre incapaz de seguir, dudando de si está explicando las cosas bien y pensando que así todo será más fácil. Claudia lo entiende e inicia un lamento largo que no olvidaré nunca. Creo que ya llevaba semanas entendiéndolo todo, y en el “nooooooo” va la confirmación. Se echa a llorar y abraza a su madre, para esconder la carita en ella y negar.

La madre se salta las fases previstas y le cuenta ya que seguiremos siendo una familia. La niña aguanta poco la tensión, se levanta y se va al salón.

Lo que sigue es muy confuso. Su madre va detrás, yo también. Hablamos de nuevo. Yo digo alguna cosa, en mi rol de reforzamiento del mensaje. La besamos, protesta, cambiamos de lugar en la casa sin mucho orden, vuelve a su habitación, a su refugio. La madre se acerca de nuevo y hablan, yo escucho en el pasillo con el corazón encogido. “¡Te dije que yo no quería eso y no me has hecho caso!”, le dice a su madre. Lo dice gritando, con el tono de complicidad de dos amigas, pero también de reproche hacia quien le ha fallado. Es su forma de explicarnos que sus papás le decimos cómo hacer las cosas y ella intenta cumplir siempre. Es una buena niña, la mejor. Divertida e inteligente, muy intensa, pero buena niña. Y lo que le está diciendo es que esto es lo único importante que ella le ha pedido a su madre en toda su vida, hace unos días tras el cuento de las tortugas, y su madre no ha cumplido.

Intento hablar yo con ella, “seguimos siendo una familia pero con dos casas y dos habitaciones para jugar, vamos a estar mejor así” y la niña va procesando, su cerebro empieza a trabajar. Pregunta y contesto. Se interesa primero por si me va a ver a mi, y me emociono. “Eres lo más bonito que tengo y lo que más quiero en el mundo, y eso va a ser siempre así”, no paro de decírselo cada vez que la veo desde entonces. Los llantos amainan y vuelven a cada rato. Poco a poco va deduciendo las consecuencias que se le vienen encima. Algunas le ilusionan (“¿y voy a tener juguetes en las dos casas?” : ), otras le hacen mucho daño (“¿Y las vacaciones? ¡Yo quiero con los dos!”). Ahora agradezco muchísimo esas vacaciones extrañas que le dimos sabiendo que no habría más.

La niña empieza a pintar algo. Quiere estar sola y salimos a esperar el resultado. En la espera las miradas se cruzan pero no dicen nada porque no saben qué. No es un dibujo, son unas letras en un cuaderno viejo: “Mamá y Claudia y Papá”. Los nombres de los tres los escribe bien hace tiempo y acaba de descubrir la conjunción “y”, que usa todo el rato porque le parece el mejor de los inventos, la magia del lenguaje abriéndose paso. Nos pide que cerremos los ojos, nos deja su obra en la mesa del salón y vuelve a su habitación.

Desde entonces es otra niña. No solo me refiero a que está más calmada, es que es otra niña y ha crecido. Le damos besos, me pide jugar y nos ponemos con unos muñecos. Su madre está al lado, mucho más emocionada, yo me transmuto en príncipe y juego a princesas con sus muñecos. No paramos de sorprendernos. Está contenta, juega y ríe, canta y nos pide cantar. La tarde es ya divertida, el baño espectacular, la cena una fiesta. Su madre se emociona a cada rato, ella le restriega la cabeza para echar fuera las penas como le hace a la inversa en muchas ocasiones. Le leo un cuento, la beso todo el tiempo. Duerme por fin.

Después no hubo cena, sí una larga conversación de los padres que queda fuera de lo que merece la pena ser contado. Y una aclaración que recibo y acaba conmigo. Al lado del “Mamá y Claudia y Papá” la niña ha pegado un montón de gomets, esas caritas sonrientes que usan en el cole para decirle que ha hecho bien las cosas. Antes no le había dado importancia, y entendí el dibujo como una negación. Entendí que era su manera de decirnos que nos quería juntos y no aceptaba el cambio. Su madre me lo aclara, porque se lo ha dicho a ella en la cama antes de dormir. “Mama y Claudia y Papá”. Ella entre los dos, los tres juntos de otra forma, porque si eso es lo que necesitamos para ser felices, ella está con nosotros y va a colaborar. ¡Por eso los “gomets”, las caras contentas! Es lo que lleva realmente haciendo desde que nos entregó el dibujo. En pocos días, y aunque inicialmente no quería que nadie lo supiera, lo estará contando en la asamblea de la extraescolar de psicomotricidad. Se lo contará a las buenas amigas, y responderá con desparpajo si le echan en cara en algún momento por qué falta alguno de sus padres a algún acto. Y lo seguirá haciendo después, en los meses que van de aquella tarde a esta en que lo escribo todo. Lleva desde entonces dándonos lecciones de naturalidad y adaptación. Demostrándonos lo feliz, lo inteligente y lo buena persona que es. Orgullo sin fin de padre enamorado de su hija.

Recuerdo también los días que siguieron porque sentía muy fuerte que le había fallado. Cuando uno es padre le dedica un tiempo enorme a construirle un espacio confortable a su hija. Lo habíamos hecho muy bien con Claudia, pero lo que acabábamos de hacer era lo más parecido a un derrumbe vital, lo más traumático que le podíamos hacer a lo que más queremos en el mundo. Nunca más, me digo. Me pasé el día siguiente comprando muebles para mi nuevo piso, y decidí no ir a trabajar. Lloré como no sé si había hecho antes recordando lo más emotivo, el lamento, su protesta, su carita seria y su estupor, su dibujo y cómo nos lo entregó, los restregones en la cabeza a su madre, su alegría cantando en la cena. Y me emociono, me emociono sin parar. Aún hoy.

También de aquellos días es la decisión de escribirte esto, Claudia. Aquella tarde nos pediste hacer cosas juntos de vez en cuando, nos pediste con los ojos que todo fuera bien y te dijimos que sí. Algún día, mucho más mayor, lo leerás. Quiero que leas esto en ese futuro y espero que pienses entonces que hemos cumplido lo que prometimos. Lo espero de verdad, nada deseo tanto. Y quiero darte las gracias y decirte desde aquí, desde tus tiempos de niña feliz, lo tremendamente orgullosos que nos hiciste sentir en un momento tan difícil. Poco más, mi amor. Nada hubiera tenido sentido si no lo fueras hoy, Claudia, mi niña guapa, una niña feliz.

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